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El Cenit - Entre líneas y versos
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Sally Ochoa, mexicana

 

Más bruja que princesa…

Nunca me gustaron los cuentos de hadas. Pensar en una princesa desvalida y frágil no era la idea que tenía de una mujer y su papel en el mundo. El primer libro que mamá me regaló era una antología donde la Blanca Nieves cocinaba y lavaba para los 7 enanos, la Bella Durmiente se mantenía dormida en espera de que un hombre apuesto y rico la despertara con un beso de amor mientras la Caperucita Roja transitaba por el bosque sin la menor malicia ante la presencia del lobo feroz.

Las historias guardadas en aquel libro gordo contrastaban con lo que ocurría en el exterior. A pesar de mi corta edad, podía darme cuenta al ver a mi madre y otras madres, que en la vida real era casi imposible sentarse y esperar a que las cosas sucedieran. Había que ir por ellas. Estudiar, trabajar, buscarse la vida porque de lo contrario esta se iría sin reparar en nadie.

En mi mente de niña no había conceptos claros aun, simplemente eventos cotidianos que evidenciaban lo anterior.

Con el tiempo aprendí que la vida de mi madre, vecina, amiga o hermanas no tenían por qué replicarse en mi persona y que había formas para modificar la historia, aunque no tuviera un “tradicional” final feliz.

Sin saberlo, me rebelaba ante las costumbres e imposiciones sociales.

Ser diferente me llevó al aislamiento y este a su vez a la lectura, o quizá a la inversa, el orden no está del todo claro, lo que sí sé es que la lectura me abrió los ojos a mundos desconocidos y me hizo plantearme infinidad de cuestionamientos en torno a ellos. Dudar, preguntar, criticar, se convirtieron en verbos cotidianos, pero poco aceptables en una niña rara que admiraba más a maléfica que a la Bella Durmiente.

Solitaria por abandono y luego por convicción, la niña se convirtió en adolescente rebelde, seguidora de Juana de Arco, Guns & Roses, Four non blondes y lectora voraz. Después en una mujer insumisa que se negó a ser “pedida en matrimonio” porque no era una cosa que pudiera darse a nadie.

Ese fue el “gran pecado” que terminó por llevarme al lado “oscuro” de la historia, donde las princesas no se hacían presentes y las brujas, levantábamos el puño lanzando consignas respecto a la libertad y los derechos de las mujeres, estudiando filosofía y escribiendo poemas.

Las dudas y cuestionamientos que la lectura despertó en la niña se aclararon entonces y me di cuenta que, el lenguaje y la literatura tenían la capacidad de visibilizar lo invisible, protestar ante la injusticia y evidenciar las cosas públicas cuyo escrutinio se busca evitar. Que la actividad intelectual estaba ligada a la palabra compromiso y que era necesario seguir haciendo preguntas y planteando dudas.

Quedó claro también que de la mano de un escritor o escritora comprometido (a) podemos darnos cuenta de la existencia de realidades distintas a las que conocemos y que, en ocasiones creemos que es “lo único que hay” porque es lo único que nos impacta en el entorno cercano.

La literatura es pues un arma de combate, una manera de resistir. La ventaja de ser más bruja que princesa, es tener la conciencia de que el lenguaje es poder. Escribir es un acto de fé pero también de rebeldía, de resistencia. El arma literaria es tan fina y letal como el filo de una espada, pero con la potencia de un cañón.

Resistir para sobrevivir primero y sobrevivir para escribir.

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Soy una bruja

Soy un ente curioso

que transita entre dos mundos

en un vuelo desbocado e incierto,

que bebe atardeceres

y a cucharadas se come los silencios.

Soy una "cosa extraña"

que no encuentra acomodo

en el oscuro espacio del corazón humano

en desiertos violentos

ni en selvas desgarradas.

¿Soy una bruja?

Sí.

Canto, bailo, sonrío constantemente

lloro a veces por nada.

Grito cuando la picazón de la conciencia me rebasa.

Trabajo, lucho

soy madre, soy niña

soy yo misma y el otro

soy mujer ¡soy bruja sí!

y hago lo que me da la gana.